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Sentados sobre un barril de deuda

Supone un desplazamiento a las generaciones futuras de unas cargas cada vez más difícilmente justificables en términos de equidad intergeneracional.

La ortodoxia económica, coincidente en este punto con el sentido común, apunta a la conveniencia, incluso la necesidad, de que en momentos de dificultades económicas el sector público disponga de márgenes para políticas expansivas incurriendo en déficits financiados con endeudamiento. La contrapartida de este compromiso de los poderes públicos con la estabilidad económica sería la necesidad de avanzar, cuando se “normalice” la situación, en la denominada “consolidación fiscal” que permita reducir las ratios de endeudamiento tanto para mantener sostenibles las finanzas públicas como para reconstituir márgenes de maniobra (“espacio fiscal”) para futuras dificultades.

Este razonable planteamiento se encuentra con un serio problema ante la asimetría de sus dos partes: las necesidades de más gasto, déficit y endeudamiento públicos se asumen como compromiso ante situaciones difíciles –incluso Krugman se refirió a los “déficits que salvaron al mundo” para describir las expansiones fiscales tras la crisis financiera de 2008– pero en cambio se suceden las reticencias a revertir esas pautas cuando remite la situación de excepcionalidad. Una mezcla de medias verdades y de argumentos interesados colaboran a ello. Así, es cierto que recientemente la economía mundial ha venido encadenando lo que el G20 llegó a denominar una “cascada de shocks”, pero asimismo es cierto que una vez se ponen en marcha medidas expansivas, que además de los impactos macroeconómicos se concretan en unos beneficiarios perceptores de ingresos y en unas influencias políticas clientelares cuyas interesadas resistencias hacen las reversiones más difíciles, se dificulta el retorno a la sostenibilidad de las finanzas públicas.

El tema se ha complicado en los últimos tiempos al menos por dos razones. Por un lado, la larga fase de bajos tipos de interés vivida entre 2009 y la inflación iniciada en 2021-2022 generó el argumento adicional de que el endeudamiento era (casi) gratuito, dando lugar a la aparente cuadratura del círculo con más volumen de deuda pero un contenido “coste del servicio de la deuda”. Pero por otra parte los tiempos más recientes han mostrado la vulnerabilidad de ese argumento falsamente tranquilizador no solo ante el repunte de los tipos de interés ante la reaparición de la inflación sino además, y más importante, la eclosión de un conjunto de nuevas razones y “justificaciones” para mantener al alza los déficits y endeudamiento públicos, ya de forma estructural y no solo coyuntural. Entre estas motivaciones cabe destacar las proyecciones derivadas de dinámicas demográficas, como el envejecimiento en muchas economías occidentales (pero asimismo en Japón y China) con los subsiguientes costes en pensiones y asistencia sanitaria, pero asimismo los compromisos al alza en políticas industriales (en el marco de pugnas por la hegemonía tecnológica), compromisos medioambientales y más recientemente, apelaciones a las crecientes urgencias de defensa en un mundo geopolíticamente más peligroso.

El conjunto de razones para ralentizar la consolidación fiscal tiene pues la doble trampa de sumar una serie de argumentos cada uno de ellos por separado defendible, pero cuya agregación supone un problema de gran volumen, que justifica el título de este artículo que parafrasea una antigua descripción de situaciones de peligro. “Estar sentado sobre un barril” sea de pólvora o de deuda no es deseable ni, por utilizar –ahora de forma correcta– el término de moda, “sostenible”: supone un desplazamiento a las generaciones futuras de unas cargas cada vez más difícilmente justificables en términos de equidad intergeneracional. Sobre todo si el ascenso de muchas de esas partidas de gastos que generan déficits y endeudamiento no siempre soporta un análisis mínimamente riguroso de eficiencia en su justificación e implementación. Son ya demasiado los casos, especialmente en países de cultura más “laxas” de control de “lo público” en que los recursos acaban siendo capturados por lobbies cercanos al poder político de turno y en los que a menudo las ineficiencias y corruptelas son especialmente dolorosas por camuflarse tras apelaciones de causas nobles. Los organismos internacionales vienen insistiendo con creciente alarma e insistencia en la necesidad de (mucho más) rigor al respecto, una exigencia tan evidente y difícil como imprescindible…

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