La tecnología tendrá que ser el medio y nunca el fin en la construcción de ciudades más habitables, socialmente justas y ambientalmente equilibradas.
Aún vivimos las consecuencias de los improductivos debates sobre las ciudades inteligentes, que por un lado proponen la sensorización y automatización en el espacio público y doméstico, y por el otro, las utopías tecnocráticas de nuevas ciudades futuristas autosuficientes (Songdo, Masdar City, Ciudad Forestal o The Line), que aunque tienen mucho de tecnológico, tienen menos de un urbanismo sensato e inteligente. Extremos que han restado significado e importancia a una revolución tecnológica y, sobre todo económica y social, que está influyendo en la configuración misma de los territorios y de las formas en que desarrollamos la vida cotidiana.
Al mismo tiempo, vemos que no se han desarrollado los mecanismos suficientes para conocer, utilizar y regular el uso de las nuevas tecnologías y sus impactos, sobre todo desde la gestión y administración de las ciudades. Hecho que ha permitido que se desarrollen procesos económicos con una importante componente tecnológica, impulsados desde la iniciativa privada, que han promovido unos objetivos dirigidos al mercado y a los intereses corporativos (Airbnb, Uber, Amazon, Glovo, son un ejemplo), más que a los beneficios sobre el interés general de las ciudades y de sus habitantes. Así como no basta con cambiar el nombre del rótulo en los ministerios y oficinas públicas, para cumplir con las nuevas agendas urbanas, o con darle el nombre más conveniente con el adjetivo de smart o sostenible a un producto o servicio para que sea más vendible.
Difícilmente podremos regular algo si no lo conocemos, por esto es necesario comprender la ciudad existente para afrontar con inteligencia los nuevos retos, así como promover una administración pública urbana más robusta, dinámica, informada, transparente y colaborativa en su gestión. Y sobre todo con una capacidad suficiente para liderar y fomentar consensos sobre el presente y futuro urbano, desde el interés y beneficio de lo común, poniendo en el centro a las personas, la calidad de la vida urbana, más allá de atender que a la creciente oferta de implementación de tecnologías. Las ciudades ya han sido inteligentes, y pueden serlo más si realmente llegan a ser socialmente más justas y ambientalmente más equilibradas.
Ya vivimos en un mundo marcado por lo urbano. Las áreas urbanas históricamente han desempeñado un amplio conjunto de funciones, que van desde la vivienda, el bienestar social, la economía, la cultura, entre otras. Sin embargo cada una de estas funciones y su relación con el territorio ha cambiado con el tiempo. En la construcción de la ciudad se ha ido reflejando la evolución de la sociedad y las demandas derivadas del sistema social y económico, como también los cambios de paradigmas en su propia concepción. Como dice Manuel Herce: “La ciudad contemporánea es el resultado de su extensión continuada sobre el territorio, apoyada en la invención de diferentes infraestructuras de servicios que han aumentando progresivamente el radio de influencia de lo urbano. Y aunque el suministro de esos servicios haya permitido a los ciudadanos gozar de una mejor calidad de vida, también ha conllevado un deterioro abusivo de los recursos medioambientales”. La historia de esas infraestructuras, con las diferentes formas de organización de la sociedad urbana actual, es paralela a la del consumo de territorio que se ha convertido en uno de los más relevantes negocios de la sociedad capitalista.
Pensar la ciudad sin tener en cuenta las tecnologías disponibles no es tampoco el camino correcto, pero también hay que tener el criterio y las opciones para saber escoger. Siempre ha habido una estrecha relación entre tecnología y construcción de ciudad, podemos hablar de la relación de las urbes con el agua, por ejemplo, y del aprovechamiento de la geografía como infraestructura primigenia, decisiva en la implantación de los asentamientos. De la introducción paulatina y sucesiva de las distintas redes de infraestructuras como el acueducto, el saneamiento la energía eléctrica, la telefonía, la computación, etc. Las revoluciones industriales que han impulsado transformaciones sociales, gracias a los avances en tecnología y a un desarrollo científico, han sido grandes revoluciones urbanas, pero en la revolución tecnológica actual el reto principal debería ser satisfacer el derecho a la ciudad en los territorios urbanos, generando sistemas más colaborativos en la cocreación de propuestas para la innovación, para así avanzar hacia urbes mas justas, sostenibles y habitables.
Todas las formas y estructuras de ciudad han representado las formas de la vida urbana y han reflejado cambios en las estructuras sociales y en los usos de los territorios. Por ejemplo, los diversos modos de transporte (a pie, a caballo y en carroza, en tranvías, en trenes, en automóvil, en avión, etc.) han sido definitorios en las distintas formas de entender, estructurar, planificar, conectar, estirar, modificar y adaptar la ciudad, que han ido potenciando diversas formas de habitar. Además, muchas de las nuevas formas de movilidad aparecen como una persistencia o versión renovada y revisitada de tecnologías ya ensayadas, como la bicicleta, los patinetes, la movilidad eléctrica. Pero ahora no basta su justificación desde el punto de vista de la ingeniería de transporte, entran en juego nuevas variables: la relativización de las distancias y de los desplazamientos obligados; el mejor aprovechamiento del espacio y del tiempo desde la proximidad, como explica Carlos Moreno; el manejo más eficiente de la densidad, distribución y localización de funciones; la evaluación de las externalidades de la movilidad y sus impactos ambientales; el ahorro energético y descarbonización del transporte; el retorno social y económico, la percepción del usuario, entre otros. Todos son temas imprescindibles para garantizar una ciudad y un espacio público más adaptado a las necesidades, con entornos relaciones urbanas capaces de propiciar hábitos más saludables y formas de vida más humanizadas.
Una ciudad se desnaturaliza cuando obedece a un planeamiento tecnocrático o cuando convierte la calidad de vida en un producto.
El objetivo ha de ser un mundo urbano más ajustado a las necesidaes reales de las personas, aunque muchas ideas dominantes y difundidas de forma acrítica sobre la ciudad se dirijan hacia otros extremos como la omnipresencia de la inteligencia artificial, la gobernanza basada en algoritmos, las inversiones en activos intangibles y el talento digital o la economía de los datos. La mejor ciudad, en su condición real, ideal e imaginaria, es la ciudad compacta y heterogénea, que se caracteriza por la densidad de personas y de relaciones, la mezcla de usos y habitantes, y también por las conexiones que la hacen posible, y que multiplican las opciones y las interacciones entre actores diversos. Una ciudad se deshumaniza y desnaturaliza cuando obedece a un planeamiento tecnocrático (ya nos lo ha demostrado el zoning separador), o cuando obedeciendo a las reglas del mercado convierte la calidad de la vida urbana en un producto, generando así diferenciación y segregación socioespacial y cuando hace que su espacio público y las mejores condiciones ambientales se privaticen o sean accesibles a unos pocos.
Una ciudad más inteligente, o por lo menos más sensata, será una ciudad que parte de la ciudad del presente, que se construye y adapta para hacer una mejor versión de sí misma. Es decir, conceptualmente atenta a las nociones físicas y funcionales de distancia, continuidad, densidad, diversidad, hibridez y también de ubicuidad de las redes telemáticas. Una ciudad planificada para una sociedad más abierta en un mundo incierto, como nos recuerda François Ascher; una ciudad pensada como recurso renovable y reciclable, con capacidad de replantear las estructuras económicas y productivas, así como las relaciones entre éstas y con lo social, como recuerda Bernardo Secchi; una ciudad inteligente con ciudadanos inteligentes, que se preguntan a quién corresponde el control de la urbe, como reclama David Harvey. Ciudades pensadas y practicadas desde una mirada amplia e intergeneracional, que huya de los falsos debates y los discursos reaccionarios, con ciudadanos emancipados y no bajo control, como explica Marina Garcés. Es decir, ciudades en transición hacia modelos económicos y sociales más abiertos, y formas de vida más sostenibles y atentas a la ecología.
Nadie quiere una ciudad demasiado inteligente, como explicaba ya hace tiempo Richard Sennet. Porque nadie debería querer una ciudad tecnocrática, corporativizada y panóptica; ni tampoco una en donde se nos engañe con soluciones tecnológicas, cosméticas o incluso inmovilistas. La ciudad deseable es una ciudad más habitable, justa socialmente y equilibrada ambientalmente, en donde el ciudadano es el principal sensor de la calidad urbana, porque la tecnología tendrá que ser el medio y nunca el fin.