La mejor forma de asegurar el futuro del Estado del Bienestar es redefinirlo hoy para que siga siendo un pilar de nuestras sociedades mañana.
El Estado del Bienestar, como conocemos habitualmente el conjunto de políticas sociales destinadas a garantizar un nivel de vida digno a todas las personas, ha sido uno de los grandes logros de las sociedades modernas. Aunque en España se desarrolló con cierto retraso respecto a muchos países europeos, actualmente no concebimos nuestro mundo sin políticas públicas como las pensiones, la educación o la sanidad, por citar algunos de los que más gasto comportan, que no los más importantes, pues la importancia bien definida requiere más dimensiones que la del gasto total. Pero nuestro Estado del Bienestar necesita una profunda y urgente reforma.
Para entender el motivo es útil mirar atrás, al contexto en que este sistema se desarrolló. El final de la Segunda Guerra Mundial fue el punto de partida de un modelo en el que los gobiernos europeos asumieron un papel clave en la reconstrucción social y económica, con políticas orientadas a garantizar mínimos de renta y servicios básicos para la población. Educación y salud fueron considerados “bienes de mérito” –con efectos positivos para toda la sociedad– y por tanto gestionados mayormente por el sector público. Las pensiones públicas fueron diseñadas para asegurar que aquellos que abandonan el mercado laboral tuvieran sus necesidades cubiertas. Con los años, las pensiones de jubilación se han convertido en el programa estrella del Estado del Bienestar, acaparando un gran porcentaje del gasto total (4 de cada 10 euros de todo el gasto del Estado).
La sostenibilidad de las pensiones domina el debate sobre el futuro del Estado del Bienestar, y no sin razón.
Sin embargo, el contexto social ha cambiado radicalmente. En 1970, la esperanza de vida media en España rondaba los 72 años, frente a los 84 actuales, y las mujeres teníamos una media de 2,84 hijos; hoy ese promedio apenas llega al 1,2. Como consecuencia, la estructura por edades de la población está abandonando progresivamente la típica forma piramidal (con muchas personas en las edades jóvenes y pocas en las más mayores). Esta transición demográfica ha tenido lugar a la par que profundos cambios sociales (con fuertes interrelaciones), como la reducción del tamaño medio de los hogares (de 3,9 a 2,3 personas), y un notable incremento del nivel educativo de la población (más de un 12% de la población mayor de 25 años era analfabeta, y apenas un 7% de los jóvenes accedían a la educación universitaria, frente al 32% actual).Todos ellos son indicadores del gran desarrollo socioeconómico de nuestro país a lo largo de los últimos 50 años, que ha supuesto a su vez profundas consecuencias sobre la interacción entre generaciones. Mientras tanto, el diseño del Estado del Bienestar ha permanecido bastante similar al de sus inicios: los programas clave siguen siendo pensiones, sanidad y educación, mientras que programas como las ayudas a las familias con hijos (en todas sus dimensiones, que van desde ayudas directas a políticas de acceso a la vivienda y la conciliación en el trabajo y cuidados), o los programas de soporte a las personas con dependencia, apenas tienen presencia en el total del sistema.
La sostenibilidad de las pensiones domina el debate sobre el futuro del Estado del Bienestar, y no sin razón. Dado su organización como un sistema de reparto –las pensiones se financian con las contribuciones de los trabajadores en activo–, mantener las condiciones actuales significará una carga cada vez mayor para las generaciones jóvenes. La AIREF estima que el número de pensionistas en España subirá de 9,2 millones a 16,7 millones en 2050, un desafío que requiere soluciones innovadoras. Recurrentemente se proponen nuevas reformas que se van superponiendo ante la obviedad de que en breve serán insuficientes (la última el pacto del pasado septiembre en que se anuncian mejoras en las condiciones de la jubilación demorada y activa). En muchos casos parecen más bien ensayos de maquillaje, que además se enfrentan a una creciente resistencia sociopolítica, probablemente reforzada porque el votante mediano también se va haciendo mayor.
Lo que el Estado del Bienestar necesita es una revisión de sus objetivos adaptada a la realidad actual. Las políticas sociales deben rediseñarse considerando su interdependencia y las necesidades de las personas a lo largo del ciclo de vida. Por ejemplo, nuestra formación educativa (tanto la cantidad como la calidad) dependen en buena parte de la familia en la que nacemos; nuestra participación en el mercado laboral (incluyendo el salario y posibles períodos de desempleo) está fuertemente condicionada por nuestro nivel educativo; y nuestra pensión de jubilación se calcula en función de nuestra participación en el mercado laboral, mientras que en realidad se sostiene en la productividad de los actuales cotizantes. Por tanto, políticas de soporte a las familias –incluyendo los cuidados a los dependientes-, educación y pensiones– no son programas del Estado del Bienestar que deban considerarse y diseñarse por separado: están fuertemente interrelacionados. A la ecuación anterior también podría añadirse la sanidad, que si bien tiene un indudable componente de edad (cuanto más mayores, más servicios necesitamos), también se ha demostrado estar condicionada por el nivel socioeconómico (la salud es cosa de personas ricas y con alto nivel educativo).
Oscar Wilde decía que nuestro único deber con la historia es reescribirla. La mejor forma de asegurar el futuro del Estado del Bienestar es redefinirlo hoy para que siga siendo un pilar de nuestras sociedades mañana.