La globalización muta, de un modelo guiado por la externalización del low-cost, a un nuevo modelo guiado por la internalización del high-tech.
La vieja globalización ha muerto. Nace un nuevo orden global. La pandemia generó un shock combinado de oferta y demanda en las cadenas de suministro globales: desde la oferta, se interrumpieron caóticamente las redes logísticas por los confinamientos; desde la demanda, curiosamente la población confinada (sin posibilidad de otro tipo de consumo, como viajes u ocio presencial), incrementó el gasto por internet en algunos segmentos como las tecnologías digitales. La pandemia dejó al descubierto nuestras fragilidades: la vieja globalización se lo había llevado todo a Asia. ¿Dónde estaba nuestro textil avanzado? ¿Dónde encontrar núcleos de tecnología de impresión 3D para piezas críticas como los ventiladores de las UCI? ¿Y dónde estaba nuestra capacidad de fabricación de chips electrónicos? Europa (y, en parte, EEUU) había dormitado durante 60 años, sobre la gran hamaca de las redes logísticas globales. La mejor política industrial era la que no existía. El mercado, sistema de presiones e incentivos casi perfecto, se extendía por todo el planeta, según la sentencia de Fukuyama: con la caída del muro de Berlín, se había acabado la historia. Un sistema de organización superior, la democracia liberal y el capitalismo de mercado, se iban a extender inevitablemente por todo el mundo. Nada podía, por tanto, fracturar esas redes logísticas. Una corriente de matemáticos-economistas había expandido una ideología económica global que, de repente, se revelaba catastrófica: las ecuaciones matemáticas, de gran belleza formal, dictaminaban que la producción debía ubicarse en los lugares más eficientes (lógico). Pero dichas ecuaciones no anticiparon pandemias, intereses geopolíticos, ni tensiones sociales. Emergían nuevos líderes globales, con modelos alternativos (China). Las clases medias occidentales se evaporaban, a la vez que la producción se iba a Asia y se construían allí esas clases medias. El populismo, derivado de la desindustrialización, amenazaba las propias democracias desde dentro. El mundo no iba a ser plano, como pronosticó Thomas Friedman en 2005, con su superventas The World is Flat, ni la historia había acabado, como proclamó Fukuyama.
China pretende ser líder global en diez industrias estratégicas hacia 2025 (desde los nuevos materiales a los sistemas de información, pasando por la robótica o el aeroespacio). En 2049 (centenario de la revolución), quiere ser líder científico, tecnológico e industrial en todos los campos de la sociedad y la economía. Está trabajando por misiones (como propugnó la economista Mariana Mazzucato), marcándose como objetivo, por ejemplo, disponer de energía infinita (en base a renovables y a fusión nuclear) en dos décadas. En el último congreso del Partido Comunista chino, Xi Jimping se propuso que China fuera autónoma en todas las cadenas de valor relativas a tecnologías estratégicas.
Esto da la puntilla definitiva a la vieja globalización: se acabaron las redes globales de suministro guiadas por ventajas comparativas y bajo coste. Los países van a competir por reconcentrar cadenas logísticas estratégicas. Al menos, a nivel continental. La globalización muta, de un modelo guiado por la externalización del low-cost, a un nuevo modelo guiado por la internalización del high-tech. EEUU está en conversaciones con Samsung y TSMC (Taiwan Semiconductores) para incrementar rápidamente su producción de semiconductores, ante la pérdida de capacidad productiva de chips. Alemania, Italia y Francia compiten por atraer fábricas de semiconductores a sus territorios. Europa ha lanzado su Chip Act o programa de fabricación autónoma de semiconductores, dotado de 40.000 millones de euros. España lanza un programa estratégico de 11.000 millones. Muchísimo dinero, pero poco para esa industria, que tiene las inversiones de capital más altas del mundo. Solo TSMC va a actualizar sus líneas de proceso con un plan de más de 100.000 millones. Y Corea del Sur prepara un paquete de 450.000 millones para desarrollar el ecosistema de semiconductores más sofisticado del planeta.
En ese contexto de hipercompetición tecnológica y de rediseño estratégico de las redes logísticas, debemos revisar a fondo nuestro sistema de I+D. Seguimos anclados en un modelo que ahora se nos antoja infantil. Pensamos que la investigación se desarrolla en universidades y centros científicos, y, posteriormente, si es el caso, ya se “transfiere” espontáneamente. Y no: el nuevo modelo global va asociado a la cooperación público-privada, a incrementar la intensidad científica de nuestras empresas, y a acelerar con urgencia el paso del conocimiento de la universidad a la industria. De eso dependerá nuestra prosperidad.