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Aprender a desaprender

En el volátil mundo en que nos movemos, los profesionales de hoy deben tener la obligación de mantenerse en un estado de actualización constante.

El tiempo transcurre a la misma velocidad, pero los cambios se suceden como nunca antes. De la evolución tecnológica de las décadas anteriores se ha pasado a una disrupción tecnológica constante a la que debemos acostumbrarnos y sumarnos. Ya nada es como era ni siquiera hace un par de años. Incluso muchas cosas ya no son como hace unos meses. Sin duda, su puesto de trabajo ha experimentado un antes y un después tras la Covid-19. En el caso de la educación, la irrupción de la pandemia ha dejado al descubierto las carencias en cuanto a transformación digital de un sector que ha permanecido prácticamente inalterable durante siglos.

En términos generales, podemos decir que esta parsimonia de las instituciones a la hora de integrar la tecnología en los procesos formativos y de diseñar metodologías educativas adaptadas al presente siglo nos deja una situación preocupante. En un lado nos encontramos con las empresas, que no encuentran talento digital en el mercado laboral; en el otro, las aulas, que se han convertido en espacios cerrados y anacrónicos en un mundo que camina hacia la apertura, la globalización y la digitalización.

Si encerramos el conocimiento en las aulas, solo se podrá acceder en un momento determinado y residiendo en una zona geográfica concreta, lo que es un lastre especialmente en la educación de posgrado. Gracias a la digitalización de la educación estas fronteras se rompen, permitiendo a cualquiera estudiar en las mejores universidades del mundo –grandes instituciones académicas como MIT o la Universidad de Chicago–, desde donde queramos y cuando queramos. No es necesario que realicemos costosos desplazamientos ni que interrumpamos nuestro desarrollo profesional para adquirir nuevos conocimientos.

En el horizonte no nos espera una meta, tenemos que acostumbrarnos a que nuestra vida profesional es una carrera de fondo.

En las aulas, tal y como las concebimos en la actualidad (un espacio físico, con sus pupitres, una pizarra y un profesor dictando la materia), las tasas de retención de la información son ínfimas y la asistencia a clases, según una investigación de Harvard, pasa del 79% del comienzo de curso al 43% del final. Necesitamos metodologías que garanticen mejores resultados y hagan a los alumnos partícipes de unos procesos de aprendizaje que deberán hipercustomizarse en función de cada uno.

Esta personalización es clave. Las grandes empresas tecnológicas lo saben, por eso nos ofrecen películas y listas de reproducción de música afines a nuestros gustos, nos recomiendan productos que añadir a nuestra cesta de la compra o cuentas a las que seguir en redes sociales en función de nuestros gustos y motivaciones. La digitalización de la educación permitirá una mayor personalización para beneficio de todos los participantes, pues ni todos aprendemos igual ni a la misma velocidad. También podríamos medir la evolución de un alumno a través de parámetros diferentes a la memorización de conceptos y desarrollar habilidades de análisis, de síntesis, de trabajo en equipo, de creatividad… tareas, en definitiva, que complementen a la eficacia de los algoritmos y a la aplicación de la tecnología en el puesto de trabajo.

Esta tarea complementaria tendremos que ir desarrollándola durante toda nuestra vida profesional… y personal, me atrevería a decir. La tecnología ha cambiado por completo el mundo en que vivimos y ha puesto en nuestras manos un campo de conocimiento mucho mayor del que pudieron disfrutar nuestros padres y abuelos. Y, sin duda, debería ser menor del que podrán disfrutar nuestros hijos y nietos.

Los profesionales de hoy, la fuerza laboral de esta 4ª Revolución Industrial, deben adaptarse a estas circunstancias y aprovechar la ola de la disrupción tecnológica a su favor. Por ello, es necesario aceptar cuanto antes que no dejaremos de aprender durante el resto de nuestra vida. En el horizonte no nos espera una meta, tenemos que acostumbrarnos a que nuestra vida profesional es un recorrido, una carrera de fondo. No podemos parar de movernos porque seremos absorbidos por un nuevo paradigma tecnológico, con metodologías y procesos que ni imaginamos que existen.

Los puestos de trabajo tal y como los hemos conocido desde la era industrial han desaparecido en la economía global de hoy, basada en la mutación de las industrias, en la ruptura con sistemas obsoletos y en una transición hacia una era más robótica. La movilidad laboral será cotidiana, crecerán empresas destinadas a solucionar problemas concretos que a su vez caducarán pronto y empujará a los profesionales a la necesidad de reinventarse continuamente.

En el volátil mundo en que nos movemos, donde la disrupción tecnológica cubre de obsolescencia los avances realizados en cuestión de años, los profesionales de hoy deben tener la obligación de mantenerse en un estado de actualización constante. En el inicio de la 4ª Revolución Industrial, y sufriendo todavía las consecuencias económicas de la crisis provocada por la Covid-19, salir de la universidad, cursar un máster y labrar una exitosa y larga trayectoria profesional se ha convertido en una entelequia. Quien no se renueve periódicamente perderá su empleabilidad en el medio plazo.

En Future Shock, un bestseller de 1970, el escritor y futurista Alvin Toffler recogía con sus palabras una idea que poco antes había formulado el psicólogo Herbert Gerjuoy: “La nueva educación debe enseñar al individuo cómo clasificar y reclasificar información, cómo evaluar su veracidad, cómo cambiar las categorías cuando resulta necesario, cómo moverse de lo concreto a lo abstracto y viceversa, cómo considerar los problemas desde nuevas perspectivas y cómo enseñarse a sí mismo. El analfabeto del mañana no será la persona que no sepa leer, será la que no haya aprendido cómo aprender”. Este es el reto que tenemos por delante. Todos debemos hacer un ejercicio para aprender a desaprender y no convertirnos en ese personaje del que habla Toffler.

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