Catalunya afronta el dilema de mantener un impuesto de sucesiones que penaliza más que redistribuye o reformarlo para hacerlo más justo y competitivo.
El impuesto sobre sucesiones siempre ha generado más titulares que consenso. En España es un tributo estatal, regulado por la Ley 29/1987 y su reglamento de 1991, pero cedido a las comunidades autónomas en virtud de la Ley 22/2009. Eso ha provocado un mapa fiscal fragmentado y, para muchos contribuyentes, incomprensible. Una misma herencia puede tributar de manera casi simbólica en Madrid o Andalucía y alcanzar cifras muy elevadas en Catalunya. El resultado es un debate que no solo es técnico, sino profundamente político: hasta qué punto la justicia redistributiva justifica mantener un impuesto que en la práctica expulsa patrimonios hacia territorios más laxos.
Catalunya ha optado históricamente por un modelo más exigente. El cónyuge o pareja estable disfruta de una bonificación del 99%, lo que deja su tributación prácticamente en cero. Los hijos y ascendientes cuentan con una reducción de 100.000 euros, pero la bonificación va decreciendo conforme la base imponible crece. Es decir, cuanto mayor es la herencia, menos protección ofrece el sistema. A esto se suma un coeficiente por patrimonio preexistente, reintroducido en mayo del 2020 (¡en plena pandemia!), que penaliza a quien ya tiene bienes, multiplicando la cuota final. Y todo ello convive con reducciones específicas por vivienda habitual o empresa familiar, y en este último caso, no acumulable con las bonificaciones generales.
En la práctica, se trata de un auténtico laberinto fiscal que solo los expertos saben descifrar y que genera en el contribuyente la sensación de que heredar en Catalunya es un ejercicio de supervivencia tributaria.
Una misma herencia puede tributar de manera casi simbólica en Madrid o Andalucía y alcanzar cifras muy elevadas en Catalunya.
El contraste con otras comunidades resulta sangrante. Madrid, desde 2007, bonifica el 99% de las herencias en línea directa y este año ha extendido beneficios a hermanos y sobrinos. Andalucía hizo lo mismo en 2019, y la Comunidad Valenciana siguió el ejemplo en 2023. Galicia, por otra vía, concede una reducción de un millón de euros a descendientes y cónyuges, lo que en la práctica exime la mayoría de las herencias.
En Catalunya, la consecuencia es previsible: familias que se ven forzadas a vender activos para pagar al fisco y patrimonios que reorganizan su residencia en comunidades más benignas.
Los defensores del modelo catalán insisten en que el impuesto asegura progresividad y evita la concentración de riqueza. Pero la realidad es menos ideal: las grandes fortunas suelen tener instrumentos de planificación que les permiten reducir la factura dentro de la legalidad, mientras que las herencias medias –una vivienda en Barcelona, unos ahorros o un negocio familiar– soportan de lleno la carga. El impuesto deja de ser redistributivo y se convierte en un peaje que castiga sobre todo a la clase media patrimonial. Además, en un país con libre circulación de personas y capitales, mantener un impuesto gravoso en un solo territorio no corrige desigualdades: simplemente expulsa patrimonios hacia donde el tributo es casi inexistente.
A la complejidad normativa se suma un problema de percepción. Para muchos ciudadanos, resulta incomprensible que heredar en un territorio pueda costar cero y en otro, el coste sea elevado. Esa inequidad interterritorial erosiona la confianza en el sistema y alimenta la sensación de agravio comparativo. Y cuando los impuestos pierden legitimidad social, dejan de ser sostenibles. Catalunya corre el riesgo de convertir el impuesto de sucesiones en una anomalía que ni recauda lo esperado ni cumple su función redistributiva.
La solución no pasa por suprimirlo sin más, porque la progresividad del sistema tributario necesita instrumentos que eviten que la riqueza se acumule sin aportar nada. Pero tampoco tiene sentido sostener un modelo tan complejo, tan impopular y diferente al del resto de comunidades. La Generalitat debería emprender una reforma valiente que simplifique y haga coherente el impuesto. Un esquema con una reducción fuerte para la vivienda habitual y la empresa familiar, menos requisitos restrictivos y una bonificación uniforme para cónyuge e hijos sería más claro, más justo y fácil de aplicar.
Asimismo, debería revisarse el coeficiente por patrimonio preexistente, que en la práctica penaliza doblemente a quien ya ha tributado por su patrimonio. Castigar la acumulación de ahorro de la clase media es un error tanto económico como político. Y sería sensato establecer una bonificación mínima garantizada, en torno al 90% para los herederos directos, que acerque Catalunya a la media estatal y reduzca el incentivo a la fuga de patrimonios.
El impuesto también podría reinventarse como una herramienta de política social. Vincular las bonificaciones a comportamientos de interés general sería un camino que explorar: por ejemplo, aplicar una bonificación total si los herederos destinan parte de los inmuebles a vivienda de alquiler asequible durante un periodo mínimo. De este modo, el tributo dejaría de ser visto solo como un castigo y se alinearía con las necesidades reales de la sociedad catalana.
Finalmente, la discusión no puede quedarse en el ámbito autonómico. El Estado debería fijar un suelo común que evite que unas comunidades vacíen el impuesto y otras lo conviertan en una losa. Un mínimo de reducción o de bonificación garantizada para todos los ciudadanos españoles preservaría la autonomía fiscal, pero impediría el dumping interno que hoy distorsiona el sistema y genera desigualdad.
Catalunya se enfrenta, en definitiva, a un dilema. Puede aferrarse a un modelo que penaliza más que redistribuye y arriesgarse a perder tejido patrimonial y empresarial. O puede repensar el impuesto y convertirlo en una herramienta de justicia social que sea compatible con la competitividad y con la confianza ciudadana. Lo que no puede hacer es ignorar la realidad: mientras los catalanes pagan facturas desproporcionadas por heredar, sus vecinos apenas notan el impuesto. Esa brecha es insostenible en un país con libertad de residencia y movilidad.
El impuesto de sucesiones nació con una finalidad noble, pero hoy necesita una profunda revisión. Y la peor injusticia que puede cometer un sistema tributario es perder la legitimidad de quienes lo sostienen.
 
															